Muy a menudo la Naturaleza hay que escribirla con mayúsculas, ya que nos sorprende con paisajes tan espectaculares y bellos que quedarán para siempre en nuestra retina. Uno de estos paisajes lo encontramos en Huesca, en el Prepirineo, a 45 kilómetros de la capital de la provincia.
Un geólogo los describiría como conglomerados de cantos rodados cementados por grava y arena elevados por plegamientos y posteriormente erosionados. Pero cuando nos acercamos a ellos la descripción más adecuada es la de espectáculo de la naturaleza más propio de un santuario de dioses antiguos que de lugar accesible a los simples mortales.
El mejor lugar para ver los mallos de Riglos es el mirador que está poco antes de llegar al pueblo de Riglos.
El mejor momento para verlos es al atardecer, cuando estos precipicios imposibles se llenan de rojo en los atardeceres oscenses. Paredes que también se han teñido del rojo de la sangre de valientes que se han aventurado a conquistar esos precipicios, ya que los mallos de Riglos se han cobrado su tributo de vidas en escaladores que encontraron su final desafiando a los mallos. El mirador es también homenaje a los que han muerto aquí haciendo lo que les gustaba: desafiar a la gravedad escalando rocas imposibles. Los nombres de varios de ellos se recuerdan en dos placas.
Bajo las grandes rocas se extiende el pueblo, pequeño, muy pequeño comparado con este alarde de la Naturaleza que son los mallos de Riglos. Este acercamiento del pueblo a las paredes verticales hace que a los habitantes se les conozca como “buitreros”, compartiendo nombre con los verdaderos buitres, tan amantes de este tipo de paisajes.
Desde el pueblo, si tenemos tiempo y ganas de hacer ejercicio, podemos seguir una ruta que rodea los principales mallos. Información sobre la ruta la encontraremos en el pueblo. Tiene fuerte desnivel pero también permite nuevas perspectivas de estos “monolitos” más propios de dioses que de hombres.
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